En el libro Mitad monjes, mitad soldados de
Pedro Salinas y Paola Ugaz yo soy Matías. Terminé de redactar mi
testimonio, aquel en que se basa el capítulo correspondiente del libro,
el 28 de agosto de 2011, teniendo como guía un cuestionario que me envió
Pedro por correo electrónico. Dado que en un libro de esas
características resulta imposible incluir toda la riqueza de contenidos
de mi reflexión sobre mi experiencia sodálite, incluyo aquí el
testimonio completo.
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TESTIMONIO DE MARTIN SCHEUCH (MATÍAS)
Fecha: 28 de agosto de 2011
Tenía
14 años de edad cuanto tuve mi primer contacto con el SCV (Sodalitium
Christianae Vitae) allá en el verano del año 1978 [ver mi escrito donde
narro esta experiencia,
SODALITIUM 78: PRIMERA ESTACIÓN].
Estaba
yo en la adolescencia, cuestionando por primera vez el sentido de mi
existencia y buscando mi lugar en el mundo. De hecho, no me gustaban las
perspectivas que se me presentaban, pues sentía una enorme
insatisfacción respecto al ambiente social de clase media limeña en el
cual había crecido. Mi búsqueda se canalizaba entonces a través de
lecturas diversas de autores como Hermann Hesse, Rabindranath Tagore y
Khalil Gibran, y el rock progresivo de grupos como Pink Floyd, Yes,
Queen, Genesis, The Alan Parsons Project, e intérpretes como Rick
Wakeman y Mike Oldfield, y encontraba un desfogue a la rebeldía en
grupos de rock pesado como Led Zeppelin, Deep Purple y Sweet.
Lo
que me atrajo del SCV fue algo que se fue perdiendo con el tiempo, a
saber, un espíritu medio bohemio unido a un espíritu contestatario
frente a los estilos de vida conformistas presentes en la sociedad de
entonces, y que lamentablemente han perdurado hasta ahora. El SCV se ha
ido acomodando en cierta medida a esos estilos, buscando presentar un
rostro respetable sobre todo frente a los miembros de las clases
acomodadas del Perú, ocultando sus raíces cuestionables. Pero entre esos
orígenes y el presente se extiende la historia de un sistema que ha
manipulado las conciencias de sus miembros y ha servido para satisfacer
las ansias inconfesables de su fundador, que para mí se reducen al deseo
de poder. Los casos de escándalos sexuales son una consecuencia de este
sistema, donde probablemente los mismos abusadores sean a la vez
víctimas, como sospecho que ocurrió en el caso de Germán Doig. Es una
constante que antes se ha verificado de similar manera en el caso de los
Legionarios de Cristo.
Mi
familia era normal, dentro de los estándares limeños. Mi madre tenía un
carácter extrovertido, que irradiaba alegría y pasión por la vida, pero
a la vez dominante y con frecuentes arranques de irascibilidad, lo cual
había anulado en mí la espontaneidad y me había convertido en un joven
sumamente introvertido. Mi padre tenía más bien un carácter tranquilo,
reservado, y yo diría hasta ausente, que se había acentuado a raíz de la
enfermedad de Parkinson que padecía. En esos momentos la relación con
mis padres no estaba pasando por un buen momento, y el SCV me daba la
oportunidad de lograr independencia y autonomía, por lo menos
psicológica.
En
el colegio tenía indicadores muy buenos: sobresaliente en conducta,
además de las mejores notas de mi clase. Y sin mucho esfuerzo, porque
asimilaba los aprendizajes con facilidad y no tenía que dedicarle mucho
tiempo al estudio. Sin embargo, andaba desorientado, pues la sociedad
limeña de entonces no se me presentaba con perspectivas atrayentes que
satisficieran mis deseos de lograr algo valioso en este mundo.
El
surgimiento y desarrollo del SCV no hay que entenderlo sólo como
expresión del deseo de poder y significado del que es considerado su
fundador, Luis Fernando Figari. Su atractivo radicaba en que ofrecía una
manera de redescubrir la experiencia cristiana desde una perspectiva
más aventurera, contestataria y comprometida que la que ofrecían las
mediocres formas de vida de las parroquias y de los educadores católicos
que habíamos conocido. Dentro del SCV el cristianismo adquiría
individualmente características subversivas y hasta revolucionarias como
la que había en los movimientos de izquierda, aunque luego todo ello
quedara mitigado por la alergia institucional a todo lo que fuera
participación en la política y una ideología de derechas extremadamente
conservadora.
Lo más cerca que estuvo el SCV de una acción política fue la publicación en 1978 del libro Como lobos rapaces de
Alfredo Garland, un panfleto de denuncia contra la teología de la
liberación disfrazado de investigación periodística. Aunque luego el SCV
se deslindara del asunto, arguyendo que se trataba de una obra escrita
“a título personal” por Garland, en verdad toda la institución estuvo
detrás de la elaboración y posterior difusión del libro. Esta manera
doble de proceder se convertiría luego en una constante dentro de la
historia del SCV, negando su participación en eventos, acciones,
empresas, instituciones que promovieron, pero a las cuales les ponen
encima el rótulo de “a título personal”. Yo no conozco nada que haya
efectuado un sodálite en cuanto tal que pueda ser calificado
verdaderamente de “a título personal”. Lo que hace un sodalite en el
ámbito público siempre ha sido autorizado previamente por la institución
y es avalado por ella, pues las iniciativas particulares —así como el
pensamiento propio— nunca se han permitido en el SCV.
Sin
embargo, aun cuando no tengo motivos para dudar de las buenas
intenciones que había detrás del proyecto inicial, las metodologías que
se aplicaron para hacer proselitismo y conservar a los miembros son
bastantes cuestionables, pues todas ellas pueden resumirse en un solo
término: intrusión en la conciencia y en la intimidad psicológica de las
personas. El concepto de diálogo no existía. Lo que comenzaba
aparentemente como un diálogo terminaba en la aplicación de técnicas de
manipulación para lograr desnudar psicológicamente a la persona y, ante
su desvalimiento interior, conducirla a la aceptación de la doctrina y
el estilo de vida que planteaba el SCV. Técnicas de este tipo eran:
- las conversaciones que devenían en interrogatorios con preguntas incómodas;
- las introspecciones en grupo que se hacían en los retiros en lugares apartados donde había
prácticamente un aislamiento del entorno normal de vida;
- la
aplicación de shocks psicológicos, haciendo que las personas tomaran
contacto con realidades impactantes e insufribles, para luego
presentarse como respuesta ante el desconcierto generado (como, por
ejemplo, la dinámica aplicada en retiros donde alguien se hacía pasar
por un enfermo terminal, o la proyección de películas de shock en los
dos primeros Convivios: Centinela de los malditos (Michael Winner, 1977) y Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976);
- la
aplicación de tests psicológicos a menores de edad efectuada por
personas no profesionales y sin conocimiento ni autorización de los
padres, para “conocer” mejor al candidato, y en el caso de mayores de
edad la imposibilidad de negarse a la aplicación de estos tests en
virtud de que eso se consideraría un acto de rebelión contra la
autoridad y la comunidad misma;
- otras
medidas extrañas que fueron aplicadas en casos excepcionales en los
inicios del SCV como, por ejemplo, emborrachar al candidato para romper
sus defensas psicológicas y poder “entrarle”, es decir, irrumpir en su
intimidad psíquica y sacar a luz sus problemas personales para luego
ofrecerle el estilo de vida sodálite como un camino de redención
personal.
En
muchas de los métodos el objetivo claro —y expresado explícitamente—
era lograr que las personas “lloren”, señal de que ya se habían
“quebrado” y, por lo tanto, ya estaban “abiertas a la acción de la
gracia”. En realidad, abiertas a determinada gracia que iban a perpetrar
contra ellas aquellos que le habían hecho “apostolado”: convertirlo en
uno más de los miembros cortados con la misma tijera que ha tenido y
tiene el SCV, por lo general con el cerebro lavado.
Hace
algunos años leí un libro sobre las Juventudes Hitlerianas, y me
sorprendió el hecho de que hubiera varias semejanzas con el Sodalicio
que yo había conocido. Si bien no hay uniformes en el Sodalicio, si hay
una manera de vestir por la cual se distingue claramente a sus miembros
(pantalones de vestir de colores claros, camisa de color claro sin
ningún detalle llamativo de diseño, calzado de estilo muy parecido), y
de hecho en eventos públicos y ceremonias litúrgicas solemnes se
presentan con terno azul, con un aspecto que hace pensar de inmediato en
un grupo uniformado. La creación de une especie de mística colectiva
mediante el uso de símbolos, canciones entonadas al unísono con voz
fuerte y marcial, y el gusto por eventos de masas donde la asistencia es
obligada (por consigna) con despliegues espectaculares de acciones
simbólicas — actualmente con ayuda de las modernas tecnologías
audiovisuales— son otros puntos donde el Sodalicio corre por caminos
similares a lo que recorrieran las Juventudes Hitlerianas.
A
eso le sumamos el culto a la personalidad del líder, en este caso Luis
Fernando Figari. Dotado de una personalidad compleja de difícil
definición, Figari buscó conducir el Sodalicio desde sus inicios como si
de un padre se tratara. De hecho, se presentaba como alguien que estaba
preocupado por nuestro bien más que nuestros padres carnales, y de este
modo se erigía como figura paterna sustitutiva, a la cual se le debía
obediencia. Es difícil juzgar las intenciones que tenía. Sólo me consta
que se veía a sí mismo como alguien elegido por Dios para crear una
institución que iba darle nueva vitalidad a la Iglesia, que se a iba a
constituir en una respuesta para los tiempos actuales. Y si bien
manifestó en los inicios del Sodalicio una cierta reticencia a mostrarse
como una figura de culto, posteriormente, ya en la década de los '80,
cuando ya se había fundado el MVC (Movimiento de Vida Cristiana), le oí
decir una vez en la desaparecida comunidad sodálite de San Aelred
situada en la Av. Brasil que no le quedaba otra alternativa, muy a su
pesar, y que a semejanza de Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del
Opus Dei, debía acceder a convertirse en un líder a quien se le mirara
ante todo con veneración. No sé cómo llegó a esta conclusión, pero
curiosamente presentaba este proceder como un sacrificio que debía
hacer. Por otra parte, Luis Fernando asumió bien este rol y permitió que
se tejiera un halo de veneración a su persona, evidente en los eventos
multitudinarios donde se creaba expectativas respecto a su llegada y
finalmente su presencia era aclamada como el momento culminante del
evento.
Si
bien Luis Fernando tiene una personalidad dominante, ello ha ido
siempre acompañado de una cierta vulgaridad que afloraba con frecuencia
en su lenguaje coloquial y de una falta de naturalidad en su
aproximación a las personas. No recuerdo nunca que se haya relacionado
con nadie a un nivel de igualdad, como la haría cualquier persona normal
con otras personas con las que entra en contacto. Luis Fernando siempre
tenía que ocupar un lugar especial o aparecer como el centro de
cualquier actividad. Cuando visitaba las comunidades se preparaba el
ambiente como si fuera a venir un elegido, dotado de un don divino
único. Conozco a muy pocas personas que se hayan atrevido a
contradecirle.
En
el Sodalicio siempre se le ha presentado como un gran pensador, y sus
palabras, recogidas en folletos y otras publicaciones, además de los
numerosos artículos que ha escrito, han sido lectura obligada de la
gente perteneciente al MVC y al SCV y considerados como clave para
interpretar la realidad. Un análisis a fondo nos permite descubrir en
esos textos las características de una ideología religiosa, pero
ideología al fin y al cabo, basada sobre todo en fuentes librescas, que
oculta su falta de originalidad y profundidad a través del uso frecuente
de términos crípticos. Se trata de un discurso mediocre que se ha ido
repitiendo hasta el cansancio sin mayores variaciones año tras año, un
discurso que no admitía ninguna observación crítica por parte de nadie.
El mismo Luis Fernando nunca ha aceptado ser entrevistado por nadie que
pudiera tuviera una actitud crítica hacia él, y ha solido mantenerse
alejado del ámbito público, siendo otros los que dan la cara por el
Sodalicio. De alguna manera, ello ha reforzado su imagen de personalidad
objeto de culto dentro de las asociaciones que él ha fundado.
¿Podría
decirse que fundó el Sodalicio y sociedades afines como entramado para
ocultar bajas pasiones y vicios ocultos? No creo que haya sido así desde
un inicio. Yo casi nunca vi nada extraño que me hiciera sospechar. O
quizás la lucha contra mis propios demonios personales no me permitió
darme cuenta de ello. Soy de la opinión de que posiblemente hubiera
mucho de sincero en sus intenciones. Aún así, no dudo tampoco de que
haya habido un lado oscuro y turbio, que pudo existir gracias a que el
demasiado exigente estilo de vida que se propugna en el Sodalicio no
sólo permite sino que empuja a las personas para que tengan una doble
vida donde por un lado, con las mejores intenciones, buscan cumplir con
el ideal de santidad que se les propone, pero a la vez se hacen
incapaces de manejar adecuadamente su sexualidad, por una falta de una
actitud natural y humana hacia este aspecto de la vida.
Resulta
también curioso que no se sepa que Luis Fernando haya tenido alguna vez
un enamoramiento con una chica, y que más bien le haya escuchado con
frecuencia comentarios misóginos, como «¡a la mujer con la punta del
zapato!», misoginia que se transmitía de alguna manera hacia sus
discípulos, que a veces decían cosas como «mujer buena, sólo la propia
madre y la Virgen».
Una
cosa extraña en él era un temor obsesivo a contagiarse enfermedades,
que llegaba hasta el punto de que a veces dejaba de dar la mano a las
personas o cancelaba una visita a una comunidad si se enteraba que uno
de sus integrantes estaba enfermo, o ese afán de tener siempre a la mano
pañitos con alcohol para desinfectarse las manos. También es extraño el
deseo de que le complaciera en todo, de modo que si llegaba a una
comunidad y no había lo que a él le gustaba, el encargado de suministros
(llamado encargado de temporalidades) podía ganarse un problema. De
este modo se compraba varios tipos de bebidas gaseosas y bocadillos ante
una eventual visita de Luis Fernando, aunque posteriormente no se
consumiera todo.
Si
nos vamos al tema de las estrategias de coerción psicológica, yo creo
que todo el sistema de captación y formación está atravesado por la
coacción y la manipulación de las conciencias, pues el SCV no admite una
pluralidad de opiniones en su seno. Aun cuando proclamen estar a favor
de la libertad de las personas, la idea de libertad es entendida de una
manera restrictiva, de modo que se entienda que sólo se puede ser libre
si se acepta el pensamiento único que la institución postula a través de
su fundador y sus seguidores. En reuniones, cuando se pide la opinión
de las personas sobre un punto, se trata sólo de una táctica para
llevarlas a aceptar la verdad que los miembros de la institución
proponen. Para lograr este fin consideran como válidas ciertas técnicas
de manipulación psicológica. Y si bien hay casos excepcionales de
maltrato extremo, relatados por varios testigos, se trata de hechos
ocasionales, pues el maltrato más frecuente son las conversaciones y
reuniones para ir metiendo la propia ideología en las cabezas de las
personas, donde se recurre con frecuencia a la burla, el insulto, la
orden de guardar silencio e incluso a veces a las amenazas de castigos
(ayunos obligados, privación de sueño, actividades absurdas sin ninguna
finalidad, etc.). Ni qué decir, por lo general la autoestima sale bien
perjudicada.
Respecto
al tema sexual, debo confesar que no vi nada realmente extraño que me
llamara la atención. De ciertos hechos me he venido a enterar
recientemente. Ya he hablado sobre mi experiencia en un escrito más
detallado [ver
SODALICIO Y SEXO].
Sin embargo, viene a mi memoria un hecho bastante extraño que ocurrió
en el año 1979 cuando yo tenía unos 16 años y mi consejero espiritual
era B. Durante una sesión de consejería ocurrida en uno de las pequeñas
salas habilitadas para esto fines en la desaparecida comunidad sodálite
de San Aelred, situada en Magdalena en la Av. Brasil, en un momento
interrumpió nuestra conversación y entró a los recintos de la comunidad
—a los cuales estaba prohibido entrar sin permiso y que estaban
separadas de las salas de recepción por una puerta donde había un cartel
con la palabra PRIVADO—, dizque para consultar un asunto con Germán
Doig, por entonces superior de esa comunidad. Cuando regresó, me ordenó
que me desvistiera. Una vez hecho esto, me dijo que debía abrazar una
enorme silla que allí estaba y fornicarla, en realidad simular que la
fornicaba. Cumplí la indicación de manera muy torpe, si bien con cierta
reticencia inicial de mi parte. De hecho, me sentí bastante incómodo.
Aun cuando B mantenía baja la mirada y también se mostraba evidentemente
incómodo ante la situación, yo sentí que se me estaba haciendo
violencia interior, aunque el fin aparente de todo ello era simplemente
romper las muchas barreras psicólógicas que yo tenía a esa edad y que me
habían convertido en una persona excesivamente reprimida. La situación
no duró mucho y B me pidió que me vistiera nuevamente, y me preguntó si
me sentía mejor. Le dije qué sí, y no le di mayor importancia al asunto,
pues los sodálites nos tenían acostumbrados a cosas raras, pero hasta
ahora ninguna había tenido la connotación sexual que
tenía esa
experiencia. Vista a la distancia, no considero esta experiencia como un
intento de abuso sexual, sino como una manipulación y violación de la
conciencia mediante el sometimiento a una situación vergonzosa de
connotación sexual que atenta contra la intimidad personal. El hecho de
que B haya consultado la medida me lleva a pensar que se trataba de una
táctica que ya se había aplicado en otras ocasiones.
Mi
alejamiento del SCV ha sido progresivo y nunca se ha oficializado
definitivamente. Salí en 1993 de una comunidad por acuerdo mutuo debido a
incompatibilidades con la vida comunitaria. Es una historia larga y
compleja que algún día relataré en todos sus detalles [ver
SODALITIUM 92: MOMENTO DE DECISIÓN,
SODALITIUM 92: ÚLTIMA ESTACIÓN… SAN BARTOLO,
SODALITIUM 93: ENTRE LA VIDA Y LA MUERTE].
La salida no fue fácil, debido al concepto estrecho de “vocación” que
siempre se ha manejado en el SCV, a saber, que si uno se aleja del
camino al cual ha sido llamado —llámese instituto o estilo de vida—,
pone en riesgo su salvación eterna. Se trata de de un concepto que no
tiene en cuenta la diversidad de la experiencia humana ni de las
situaciones y caminos que uno tiene que recorrer en la vida y que no
respeta la conciencia, además de carecer de sustento en la Biblia y en
la doctrina de la Iglesia.
Debido
a eso, pasé unos siete meses de angustia en una de las casas de
formación de San Bartolo, sujeto a una disciplina monacal que yo mismo
acepté: levantarse a las cuatro de la madrugada, darse un chapuzón en el
mar helado, rezar y hacer otras actividades devotas y espirituales
hasta las seis de la mañana, participar luego de las actividades
habituales de la comunidad durante el el resto del día hasta las ocho de
la noche, en que me iba a acostar antes que los demás. Otros que
estaban sujetos a la misma disciplina, aunque debido a circunstancias
muy distintas a la mía, eran FRP y RI. Llegué incluso a desear la muerte
en varias ocasiones para no tener que tomar una decisión que me
aterraba. No había obstáculo físico que me impidiera irme, pues al
contrario de otros que entraron en “crisis” y fueron enviados a San
Bartolo, yo no tenía nadie que me acompañara y vigilara cada vez que
salía a la calle. Sin embargo, me sentía aprisionado por unos barrotes
interiores, por una ideología que me había sido metido a fondo en el
alma y que me hacía prever un tremendo fracaso personal en caso de que
tomara las de Villadiego. Lo más angustiante era la incertidumbre de no
saber cuándo iba a terminar este martirio. No fue hasta el final de ese
tiempo en San Bartolo que supe cuándo iba a terminar mi estadía allí.
Las
consecuencias de haber estado durante más de once años en comunidades
sodálites fue, en primer lugar, que no tenía una formación profesional
que me permitiera ganar lo necesario para tener un nivel de vida decente
y salir adelante. Sólo tenía un título de Licenciado en Teología, y
daba clases en el Instituto Superior Particular de Educación
Catequética, que pertenecía al arzobispado de Lima y era dirigido por la
Hna. Julia Estela, una anciana monja dominica de armas tomar que
siempre me apoyó, incluso cuando dejé de ser un consagrado sodálite.
Ganaba poco, aun cuando también di clases en colegios particulares, en
el Instituto Superior Pedagógico Marcelino Champagnat (convertido luego
en Universidad) y en el desaparecido Instituto Superior Pedagógico
Nuestra Señora de la Reconciliación.
Además,
mi adolescencia no había transcurrido en los cauces normales, y
descubrí que a los 30 años de edad todavía tenía que madurar varios
aspectos de mi persona que habían quedado relegados durante mi
experiencia sodálite.
Haber
salido de comunidad en esa época conllevaba consigo una mala reputación
frente a la mayoría de los miembros del SCV y del MVC. No obstante mi
deseo de seguir contribuyendo con mi esfuerzo y mis talentos al
desarrollo de varias actividades de la institución, fui poco a poco
siendo relegado, marginado, e incluso se comenzó a hablar mal de mí por
lo bajo, tal vez a consecuencia de mi capacidad crítica y de la libertad
que manifestaba para expresar lo que yo pensaba. Lo cierto es que se me
creó una mala fama, lo cual unido a la marginación soterrada a la cual
se me sometió y a las escasas oportunidades de trabajo debido a mi falta
de experiencia laboral —por haber estado tanto tiempo en el comunidades
sodálites—, no obstante haber obtenido el título de Magister en
Administración de Negocios de ESAN (Escuela de Negocios para graduados),
llevaron a que finalmente tentara suerte en Alemania, aprovechando que
también poseía la nacionalidad germana.
Finalmente,
el poder observar desde lejos lo que sucedía en el SCV y el MVC me
hicieron ver con mayor claridad cómo los gérmenes de decadencia iban
creciendo en la institución, siendo la gota que colmó el vaso la
expulsión sin causa conocida de Germán McKenzie y la detención de Daniel
Murguía por acciones pedófilas en el centro de Lima.
Resumiendo, el precio que tuve que pagar por haber pasado por el SCV es:
- una madurez obtenida a trompicones a una edad tardía;
- la falta de una adecuada formación profesional para salir adelante en la vida;
- la marginación, la calumnia, la incomprensión hacia mí persona;
- el
exilio, una especie de condena dictada por las circunstancias pero que
fue también la oportunidad para alcanzar el goce de una libertad lograda
a machetazo limpio.
Por
lo general, el procesamiento de las experiencias vividas en el SCV
suele demorar años, en la mayoría de los casos que conozco más de una
década, pues el hecho de que la ideología de la institución sea grabada a
fondo en la psique de las personas equivale a una suerte de lavado de
cerebro, a tal punto que muchos que han abandonado la institución se
sienten al principio como traidores. En mi caso personal no fue así. Yo
busqué durante años, una vez terminada mi experiencia comunitaria,
mantener la lealtad hacia la institución y hacia unos principios basadas
en la fe cristiana que por convicción personal mantengo. Y puedo dar
testimonio de que fui traicionado por la institución en repetidas
ocasiones. Hasta que llegó el momento de ver con claridad de que eran
pocas las esperanzas de que haya un cambio, y que la fidelidad a mi
conciencia tenía más importancia que la fidelidad hacia una institución
que ha traicionado los principios en los cuáles afirma basarse y que, en
consecuencia, ha hecho daño a muchas personas.